lunes, 4 de abril de 2016

El arte que nos quita el aliento. Olivier Sagazán

¿Habéis sentido alguna vez un impacto inmediato y totalmente emocional de la obra de arte que se os presenta ante vuestros ojos?¿Alguna vez habéis visto una escultura o pintura o performance que os ha quitado el aliento sin saber por qué?
No sé si a todo el mundo le ocurre, pero a mi sí. Conozca o no al autor y su trayectoria artística puedo ser capaz de ver una obra de cualquier tipo y enamorarme para siempre de ella, estamparla en la retina, retenerla en mi memoria y luego almacenarla en mi subconsciente, durante años, incluso mi vida entera, configurando parte de mi ser.
Y esto mismo ocurre no sólo con las artes plásticas, sino también con la música o la escritura, incluso con lugares que nos parecen mágicos y a los que queremos volver algún día.
Es bastante obvio el hecho de que cuanto más conocemos un tipo de arte, más capacidad selectiva podemos tener sobre él. Sólo alguien que se dedique profesionalmente a la música o simplemente la coleccione y disfrute tendrá un mayor conocimiento de ella, por lo tanto, su predilección hacia un estilo musical, un cantante o un instrumento se constatará con mayor justificación, puesto que ha entrado en juego la educación de dicha práctica. Pero, aún sin saber mucho o nada de música o cualquier otro arte, en nosotros existe de forma innata algo constante y perpetuo y a la vez modificable según el tiempo y la experiencia: el gusto. El gusto estético es variable y subjetivo. Todo el mundo, sea experto o neófito, adquiere desde su más tierna infancia el sentido del gusto, que va más allá de la literalidad del término. El gusto, universalmente hablando, es olfativo, visual, gustativo; y, aunque estemos sujetos a los parámetros sociales que nos indican qué debe ser aceptado y qué no ("la moda del momento"), tenemos la capacidad de decidir libremente y de forma individual, diferenciándonos en algo del magma social.
No quiero extenderme mucho más sobre esto, pero sí quería dejar claro que lo que nos conmueve, lo que nos eriza la piel, lo que nos transporta a un estado mágico y lo que alimenta nuestra alma es lo que realmente pervive para siempre en nosotros y nos configura como seres únicos.  
Podría decir que me conmueve leer a Edgar Allan Poe, sus cuentos, su poesía de Annabel Lee y su reino junto al mar; me fascina el tema "Hotel California" de los Eagles y "The End" de The Doors, no me preguntes por qué pero desde que las escuché me trastocan el corazón; La balsa de la Medusa (Géricault), La batalla de Anghiari (Leonardo), Danae (Klimt), The lovers (William Blake) o La Toilette (Degas) son algunas de las pinturas que me transportan; me encantaría haber visto trabajar a El Bosco, Rodin y Miguel Ángel, preguntarles cómo se sienten al ser inmortales. Me gustaría volver a París, Rodas o Estambul y ver de nuevo Aggia Sofia, volver a sentir lo que sentí la primera vez que fui a Dijon y recorrí sus calles, cuando rodeé incontables veces el Pozo de Moisés.



Hace unos dos años volvió a suceder. En una de las últimas asignaturas que hice en la carrera debía hacer un trabajo en grupo con tres personas más sobre Body Art, primero un trabajo escrito de unas 20 páginas y luego una exposición oral en clase con un power point. Nos dividimos el trabajo en cuatro partes y al acabar cada uno debía entregármelo para leerlo todo, darle coherencia global y corregir los posibles errores. Me lo leí todo, supervisé el power point uniendo todas las imágenes y vídeos y lo presentamos. El día de la exposición, la compañera que hacía la última parte, "Body art: de los 90 a la actualidad", le dio al último vídeo que yo ni había revisado por falta de tiempo. Me quedé impactada. Volví a sentir ese chisporroteo en el estómago y como mis ojos se esforzaban por capturar para siempre la imagen. Desde entonces lo he visto varias veces y me sigue encantando el efecto visual que consigue el artista. Tal vez el vídeo que os presento aquí no tiene la mejor calidad que se desearía, pero aún así no me refiero a eso, sino al hecho que muestra.




Se trata, ni más ni menos, que de Olivier Sagazán (1959, República del Congo). Durante más de 20 años integra en su obra pintura, fotografía, escultura y performance creando curiosos personajes envueltos en metales y arcillas que reflejan un mundo de caos y sufrimiento. En su performance Transfiguración, que comienza en 2001, construye capas de arcilla y pintura sobre su cuerpo que va desfigurando y reconstruyendo, revelando una animal humano que está tratando de romper con el mundo físico, donde el cuerpo es una escultura efímera y cambiante.



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