¿Habéis sentido alguna vez un impacto inmediato y totalmente emocional de la obra de arte que se os presenta ante vuestros ojos?¿Alguna vez habéis visto una escultura o pintura o performance que os ha quitado el aliento sin saber por qué?
No sé si a todo el mundo le ocurre, pero a mi sí. Conozca o no al autor y su trayectoria artística puedo ser capaz de ver una obra de cualquier tipo y enamorarme para siempre de ella, estamparla en la retina, retenerla en mi memoria y luego almacenarla en mi subconsciente, durante años, incluso mi vida entera, configurando parte de mi ser.
Y esto mismo ocurre no sólo con las artes plásticas, sino también con la música o la escritura, incluso con lugares que nos parecen mágicos y a los que queremos volver algún día.
Es bastante obvio el hecho de que cuanto más conocemos un tipo de arte, más capacidad selectiva podemos tener sobre él. Sólo alguien que se dedique profesionalmente a la música o simplemente la coleccione y disfrute tendrá un mayor conocimiento de ella, por lo tanto, su predilección hacia un estilo musical, un cantante o un instrumento se constatará con mayor justificación, puesto que ha entrado en juego la educación de dicha práctica. Pero, aún sin saber mucho o nada de música o cualquier otro arte, en nosotros existe de forma innata algo constante y perpetuo y a la vez modificable según el tiempo y la experiencia: el gusto. El gusto estético es variable y subjetivo. Todo el mundo, sea experto o neófito, adquiere desde su más tierna infancia el sentido del gusto, que va más allá de la literalidad del término. El gusto, universalmente hablando, es olfativo, visual, gustativo; y, aunque estemos sujetos a los parámetros sociales que nos indican qué debe ser aceptado y qué no ("la moda del momento"), tenemos la capacidad de decidir libremente y de forma individual, diferenciándonos en algo del magma social.
No quiero extenderme mucho más sobre esto, pero sí quería dejar claro que lo que nos conmueve, lo que nos eriza la piel, lo que nos transporta a un estado mágico y lo que alimenta nuestra alma es lo que realmente pervive para siempre en nosotros y nos configura como seres únicos.


Se trata, ni más ni menos, que de Olivier Sagazán (1959, República del Congo). Durante más de 20 años integra en su obra
pintura, fotografía, escultura y performance creando curiosos personajes
envueltos en metales y arcillas que reflejan un mundo de caos y sufrimiento. En
su performance Transfiguración,
que comienza en 2001, construye capas de arcilla y pintura sobre su cuerpo que va
desfigurando y reconstruyendo, revelando una animal humano que está tratando de
romper con el mundo físico, donde el cuerpo es una escultura efímera y
cambiante.




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